lunes, 28 de octubre de 2013

"ALLÍ", Mayte Dalianegra


Allí,
la tarde
desplomándose
sobre las hojas de la arboleda,
planeando
con el tenue soplo de la brisa.

Allí,
el andar tranquilo,
el lento discurrir de las horas
sobre la hierba húmeda,
sobre el verdor umbrío de la primavera.
Allí,
mis pies desnudos
rozando la frescura del barro.

Allí,
mi corazón,
que se conmueve
con el trino del pájaro,
con el rumor del regato cercano.

Allí,
mis ojos,
que buscan tus verdes pupilas
entre la espesura,
que te ven sin verte,
que te echan de menos.

Allí,
mi nostalgia
—árida y estéril—
opuesta a la alegría
de la fronda ubérrima.

Allí,
mi soledad
opuesta a la inmensidad del mundo.

(Mayte Dalianegra)

Pintura de Eugeni Balakshin

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"LA POBRE GENTE", Victor Hugo


Es de noche. La choza es pobre, aunque segura.
Sombrío es su interior, mas algo se percibe
que irradia entre las sombras de su oscuro crepúsculo.
Redes de pescador cuelgan de sus paredes.
Y al fondo, en un rincón, una vajilla humilde,
encima de un arcón, destella vagamente,
y una gran cama adviértese, echadas sus cortinas.
Cerca, un colchón se extiende sobre unos viejos bancos,
y cinco niños sueñan en él como en un nido
de almas. El hogar donde unas llamas velan
alumbra el techo oscuro, y una mujer, de hinojos,
la frente sobre el lecho, reza y piensa, agitada.
Es su madre. Está sola. Blanco de espuma, afuera,
contra el viento, las rocas, las sombras y la bruma,
el torvo Océano lanza sus oscuros sollozos.

II
Su hombre está en el mar. Marino desde niño,
contra el siniestro azar libra una gran batalla.
Llueva o truene, sin falta ha de salir él siempre,
pues las criaturas tienen hambre. Al atardecer
parte cuando las aguas profundas van subiendo,
del dique, los peldaños.
La mujer quedó en casa cosiendo viejas telas,
remendando las redes, cuidando los anzuelos,
ante el hogar velando la sopa de pescado,
y a Dios luego rezando cuando los niños duermen.
Él, solo, combatido del mar, cambiante siempre,
se adentra en sus abismos y se pierde en la noche.
¡Qué esfuerzo! Todo es negro y frío, nada luce.
En los rompientes, entre las delirantes olas,
el buen banco de pesca y, sobre el mar inmenso,
el lugar móvil, negro, cambiante y caprichoso,
tan querido a los peces de aletas plateadas,
no es más que un punto sólo, grande como dos chozas.
Mas, de noche, en diciembre, con niebla y aguacero,
para encontrar tal punto sobre el desierto inquieto
¡cómo hay que calcular el viento y la marea,
y combinar con tino todas las maniobras!
Bordéanlo las olas como culebras verdes;
el mar tuerce y se encrespa sus pliegues desmedidos,
y hace gemir de horror los pobres aparejos.
Sueña él con su Jeannie, solo en el mar helado,
y ésta, llorando, llámalo, y entrambos pensamientos
se cruzan en la noche cual dos divinos pájaros.

III
Ella reza, y la alondra con su burlón graznido
importúnale, y entre escollos derruidos
le aterra el Océano, y mil distintas sombras
su espíritu atraviesan, de mar y marineros
llevados por la cólera furiosa de las olas;
y mientras, en su caja, cual sangre en las arterias,
el frío reloj late, vertiendo en el misterio
el tiempo gota a gota, inviernos, primaveras,
las varias estaciones; y estas palpitaciones
abren para las almas, y a modo de bandadas
de azores y palomas, por un lado, las cunas;
(las tumbas por el otro.

Ella medita y sueña: —“¡Oh Dios, cuánta pobreza!”
Sus hijos van descalzos en invierno y verano.
No comen pan de trigo, sólo pan de cebada.
¡Oh Dios, el viento ruge como un fuelle de fragua!
El mar bate en la costa como si fuera un yunque,
y las estrellas huyen entre el negro huracán
como un turbión de chispas por una chimenea.

Es ya la medianoche, la hora en la que ésta
como jovial danzante ríe y juguetea
bajo antifaz de raso que iluminan sus ojos;
la hora en que medianoche, bandido misterioso,
de sombra y lluvia lleno y su frente en el cierzo,
toma a un pobre marino tembloroso y lo estrella
contra espantosas rocas que aparecen de pronto.
¡Qué horror!, el hombre cuyos gritos el mar sofoca,
siente ceder y hundirse la barca en que naufraga,
y mientras siente abrirse las sombras y el abismo
bajo sus pies, ¡aún sueña con esa vieja argolla
de hierro, de su muelle, bañado por el sol!

Estas tristes visiones su corazón conturban,
negro como la noche. Y ella tiembla y solloza.

IV
¡Oh la pobre mujer del pescador! Qué horrible
es tener que decirse: —“Todo cuanto yo tengo,
hermano, padre, amante, mis hijos más queridos,
el alma de mi alma, están en ese caos
perdidos, mi corazón, la carne de mi carne.”
¡Ser presa de las olas es serlo de las bestias!
Pensar —¡Cielos!— que el agua juegue con sus cabezas,
desde el hijo, grumete, al marido, patrón,
y que el viento soplando por sus trompas horribles
sobre ellos desate su larga y loca trenza,
y tal vez a esta hora se encuentren en peligro,
sin que saber podamos lo que están ahora haciendo
más que para enfrentarse a ese abismo sin fondo,
a esas oscuras simas donde no hay ni una estrella,
¡tienen sólo una plancha con un poco de tela!
¡Terrible angustia! Corren todas sobre las rocas.
Las olas suben; háblanles, grítanles: —“Devolvédnoslos”.
Mas ¡ay! qué es lo que puede decirse al pensamiento
del mar, siempre sombrío, y siempre trastornado!

Jeannie está aún más triste. ¡Su esposo está allá solo!,
en esta áspera noche, bajo el frío sudario,
sin ayuda. Sus hijos son aún pequeños. Madre,
dices: “¡Si fueran grandes! ¡Qué solo está!” ¡Quimeras!
Mañana, cuando partan ya acompañando al padre
dirás entre sollozos: “¡Oh, si aún pequeños fueran!”

V
Toma ella su linterna y su capote. Es la hora
de ir a ver si regresa y si la mar mejora,
si ya es de día y el mástil muestra su gallardete.
¡Vamos! De casa sale. La brisa matutina
no sopla aún. No hay nada. No está esa línea blanca
en el confín en donde se aclaran las tinieblas.
Llueve. Oh, qué siniestra la lluvia, de mañana.
Parece que el día tiembla, que está incierto y dudoso,
y que al igual que un niño, llora al nacer el alba.
Sale. No hay luz alguna en ninguna ventana.

De repente, a sus ojos que buscan el camino,
con una rara mezcla de lúgubre y de humana
una pobre casucha, decrépita, aparece,
sin luz ni fuego alguno; su puerta bate el viento;
sobre sus viejos muros hay un techo oscilante,
y el cierzo en él retuerce repugnantes rastrojos,
sucios y amarillentos como un río revuelto.

“¡Vaya!”, no me acordaba de esta pobre viuda
—se dice—; mi marido la encontró el otro día
enferma y solitaria; voy a ver cómo anda”.

Golpea ella la puerta; escucha, no hay respuesta,
y Jeannie bajo el viento del mar tirita y tiembla.
“¡Enferma! ¡Y sus hijos andan tan mal nutridos!…
No tiene más que dos, pero está sin marido”.
Golpea otra vez la puerta. “¡Eh, vecina, vecina!”
Pero la casa calla. “Oh Dios —se dice inquieta—,
¡cómo duerme que no oye ni aun tras llamar tanto!”
Pero esta vez la puerta, como si de repente
los objetos sintieran una piedad suprema,
triste, giró en la sombra y abrióse por sí misma.

VI
Entró, y su linterna iluminó la negra
estancia muda al borde de las rugientes olas.
Como por un cedazo caía agua del techo.

Yacía al fondo echada una terrible forma;
una mujer inmóvil, descalza y boca arriba,
con la mirada oscura y un espantoso aspecto,
un cadáver; —un tiempo madre jovial y fuerte—;
el desgreñado aspecto de la miseria muerta;
los despojos del pobre tras su tenaz combate.
Pender dejaba ella un frío y yerto brazo
con su mano ya verde, en medio de la paja,
y brotaba el horror de aquella boca abierta
por la que alma, huyendo, siniestra, había lanzado
¡el grito de la muerte que oye la eternidad!
Cerca donde yacía la madre de familia,
dos niños muy pequeños, un varón y una hembra,
en una misma cuna sonreían en sueños.

Sintiéndose morir, su madre habíales puesto
sobre sus pies su manto, sus ropas sobre el cuerpo,
para que en esa sombra que nos deja la muerte,
no hubieran de sentir perderse la tibieza,
y así calor tuvieran en tanto que frío ella.

VII
¡Cómo duermen los dos en esa pobre cuna!
Su aliento es apacible y sus frentes serenas,
cual si no hubiera nada capaz de despertarlos,
ni siquiera las trompas del Juïcio Final,
pues que, inocentes siendo, a juez ninguno temen.

La lluvia ruge afuera cual si fuera un diluvio.
Del techo, a veces, cae con las rachas del viento
una gota de lluvia sobre esa frente yerta
y corre por su rostro cual si fuera una lágrima.
Las olas suenan como la campana de alarma.
La muerta oye la sombra con expresión absorta.

VIII
Pero Jeannie ¿qué ha hecho en casa de la muerta?
Bajo su amplia capa ¿qué es lo que ella se lleva?
¿Qué es lo que transporta al salir de la puerta?
¿Por qué su pecho late? ¿Por qué apresura el paso?
¿Por qué así, vacilante, entre las callejuelas
corre sin atreverse a volver la cabeza?
¿Qué es, pues, lo que ella oculta con un aire turbado
entre su lecho en sombras? ¿Qué puede haber robado?

IX
Cuando ella entró en su casa, las rocas de la costa
blanqueaban ya. Una silla puso junto a su cama,
y se sentó muy pálida, cual si un remordimiento
la abatiese. Su frente puso en la cabecera
y, por unos instantes, con voz entrecortada
habló mientras que lejos, ronca, la mar bramaba.

“—¡Pobre hombre, Dios mío! ¿Qué va a decir? ¡Ya tiene
tantas preocupaciones! ¿Cómo pudo ocurrírseme?
¡Cinco niños a cuestas! ¡Y trabajando tanto!…
¿No habían bastantes penas, y ahora voy a darle
otra más?… —Oh, ¿es él? No, aún no. Hice mal.
Diré, si me golpea: Tienes razón. ¿Es él?
Aún no. Mejor. La puerta tiembla como si alguien
entrara. Pero no. ¡Pobre hombre!, oír
que regresa él ahora ¿es que va a darme miedo?”
Luego Jeannie quedóse temblando y pensativa,
cada vez más hundiéndose en una angustia íntima,
perdida entre sus cuitas igual que en un abismo,
sin escuchar siquiera los ruidos exteriores,
los negros cormoranes volando vocingleros,
las olas, la marea, la cólera del viento.

Ruidosa y clara abrióse la puerta de repente,
dejando un blanco rayo entrar en la cabaña,
y el pescador, alegre, con sus chorreantes redes
en el umbral mostróse, y “Así es la mar”, le dice.

X
Jeannie gritó: “¡Eres tú!”, y fuerte contra el pecho
estrechó a su marido cual si fuera un amante,
y besó su chaqueta arrebatadamente
en tanto que él decía: “¡Aquí estoy ya, mujer!”,
y mostraba en su frente, que el fuego esclarecía,
su alma franca y buena que Jeannie iluminaba.
“—Me han robado —le dice—; el mar es una selva.”
“—¿Qué tiempo ha hecho? —Duro. —¿Y la pesca? —Muy mala.
Pero mira: te abrazo, y ya me siento a gusto.
No pude pescar nada, y destrocé las redes.
El diablo andaba oculto en el viento que aullaba.
¡Qué noche! Hubo un momento que creí entre el estruendo
que el barco se volcaba, y se rompió la amarra.
Pero dime, ¿qué has hecho tú durante este tiempo?”
Ella sintió en la sombra un estremecimiento.
“—¿Quién, yo? ¡Dios mío!, nada, lo que suelo hacer siempre.
Coser y oír rugir el mar como un gran trueno.
Tuve miedo”. “—El invierno es duro, mas da igual”.
Luego, temblando como quien se ha portado mal,
“—A propósito… —dijo—, nuestra vecina ha muerto.
Ayer debió morir, en fin, ya poco importa,
al caer el sol, después que partiérais vosotros.
Dos niños deja ella, muy pequeños aún.
Se llama uno Guillaume, y la otra Madelaine;
él todavía no anda, la niña apenas habla.
Esa buena mujer vivía en la miseria”.

Cobró él un grave aspecto, y echando en un rincón
su gorro de forzado, mojado por las olas,
“—¡Diablos! —dijo— rascándose, absorto, la cabeza.
Teníamos cinco niños, con éstos serán siete.
Ya alguna noche, a veces, sin cenar nos quedábamos
los meses del invierno. ¿Cómo haremos ahora?
Bueno, no es culpa mía. Eso es tan sólo asunto
de Dios. Aun así, es un grave accidente.
¿Por qué habría de llevarse a esa pobre mujer?
¡Qué cuestión tan difícil! ¡Mucho mayor que un puño!
Para entender todo esto, hay que tener estudios.
¡Criaturas!, tan pequeños no podrán trabajar.
Mujer, vete a buscarles, pues si se han despertado,
estarán asustados de estar junto a un cadáver.
Es su madre ¿no ves?, que llama a nuestra puerta;
abrámosla a esos niños. Vivirán con los nuestros.
A todos los tendremos, de noche, en las rodillas.
Vivirán como hermanos de nuestros cinco hijos.
Cuando vea el Señor que hay que buscar comida
para esos nuevos niños junto a los que tenemos,
para esa pequeñina y para su hermanito,
Él hará que cojamos más abundante pesca.
Beberé sólo agua y haré doble trabajo.
He dicho. Ve a buscarles. Mas, ¿qué tienes? ¿Qué pasa?
Tú sueles hacer siempre las cosas más deprisa.

“—Mira, aquí están”, le dice, abriendo las cortinas.

(Victor Hugo)

Versión de Carlos Clementson, de su antología inédita "Las Rosas de la vida" (Grandes Siglos de la Poesía Francesa)

Ilustración: dibujo de Victor Hugo para "Les travailleurs de la mer" (1894-95)

Mis poetas favoritos: VICTOR HUGO

Victor Hugo, cuyo nombre completo fue Victor Marie Hugo (Besançon, Francia, 1802 - París, 1885), fue un poeta, novelista y dramaturgo francés. También se dedicó a la política durante un breve periodo de tiempo. La infancia de Victor Hugo transcurrió en Besançon, salvo dos años (1811-1812) en que residió con su familia en Madrid, donde su padre había sido nombrado comandante general. De temprana vocación literaria, ya en 1816 escribió en un cuaderno escolar: «Quiero ser Chateaubriand o nada».

Fue hijo del general del Imperio Joseph Léopold Sigisbert Hugo (1773 1828) —nombrado conde, según la tradición familiar, por José I Bonaparte,— jefe de batallón destinado en la guarnición de Doubs en el momento del nacimiento de su hijo, y de Sophie Trébuchet (1772 1821), de origen bretón. Fue el menor de una familia de tres hijos varones, tras Abel (1798 1855) y Eugène (1800 1837), ambos también escritores. 

En 1813, Victor y sus hermanos se instalaron en París con su madre, que se había separado de su marido por su romance con el general Victor Lahorie, padrino y preceptor de Victor Hugo, del que recibe su nombre.

En 1819 destacó en los Juegos Florales de Toulouse y fundó el Conservateur littéraire, junto con sus hermanos Abel y Eugène, pero su verdadera introducción en el mundo literario se produjo en 1822, con su primera obra poética: Odas y poesías diversas. En el prefacio de su drama Cromwell (1827) proclamó el principio de la «libertad en el arte», y definió su tiempo a partir del conflicto entre la tendencia espiritual y el apresamiento en lo carnal del hombre.

Pronto considerado como el jefe de filas del Romanticismo, el virtuosismo de Victor Hugo se puso de manifiesto en Las Orientales (1829), que satisfizo el gusto de sus contemporáneos por el exotismo oriental. La censura de Marion Delorme retrasó su aparición en la escena teatral hasta el estreno de Hernani (1830), obra maestra que triunfó en la Comédie Française.

jueves, 17 de octubre de 2013

"YO VENGO A OFRECER MI CORAZÓN", Carmen París

La cantante aragonesa Carmen París, interpretó el tema "Yo vengo a ofrecer mi corazón", del compositor y también cantante argentino, Fito Páez, para la banda sonora de la película "De tu ventana a la mía" ("Chrysalis" para el mercado anglosajón), de la realizadora novel, también aragonesa,  Paula Ortiz. 

La película cosechó no pocas nominaciones y galardones, tanto en España como fuera de ella, entre otras, a su hermosa banda sonora. Esa cinta, de enorme belleza visual y poética, comienza con un sucinto, pero intenso poema:



Hay historias de amor
que son como amapolas,
rojas, frágiles,
casi viento...
Y aún así,
se agarran a la garganta
toda la vida.


"LOS SONETOS DE LA MUERTE", Gabriela Mistral

I
Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.

    Te acostaré en la tierra soleada con una
dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

    Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,
y en la azulada y leve polvareda de luna,
los despojos livianos irán quedando presos.

    Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,
¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de huesos!
   
II
   

    Este largo cansancio se hará mayor un día,
y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir
arrastrando su masa por la rosada vía,
por donde van los hombres, contentos de vivir...

    Sentirás que a tu lado cavan briosamente,
que otra dormida llega a la quieta ciudad.
Esperaré que me hayan cubierto totalmente...
¡y después hablaremos por una eternidad!

    Sólo entonces sabrás el por qué no madura
para las hondas huesas tu carne todavía,
tuviste que bajar, sin fatiga, a dormir.

    Se hará luz en la zona de los sinos, oscura;
sabrás que en nuestra alianza signo de astros había
y, roto el pacto enorme, tenías que morir...
   
III
   

    Malas manos tomaron tu vida desde el día
en que, a una señal de astros, dejara su plantel
nevado de azucenas. En gozo florecía.
Malas manos entraron trágicamente en él...

    Y yo dije al Señor: -"Por las sendas mortales
le llevan. ¡Sombra amada que no saben guiar!
¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales
o le hundes en el largo sueño que sabes dar!

    ¡No le puedo gritar, no le puedo seguir!
Su barca empuja un negro viento de tempestad.
Retórnalo a mis brazos o le siegas en flor"

    Se detuvo la barca rosa de su vivir...
¿Que no sé del amor, que no tuve piedad?
¡Tú, que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!

Gabriela Mistral.

Pintura: "Madre con niño muerto" (1937), Pablo Ruiz Picasso. Museo Nacional de Arte Reina Sofía, Madrid.

"SANDRO BOTTICELLI", Pedro Gandía

Un azul de cobalto transmuta la distancia
en santuario nocturno de cuyo laberinto
salva el hilo de luz del laúd de un arcángel.

Lírica línea, tu alma, miniada de lejanos
y misteriosos soles, cielos, lunas, avernos,
invoca en la pintura un jardín sideral
donde los dedos gustan arquitecturas frías
y deshojan los blancos jazmines de la carne.

Sangre en gemas, carbunclos; vocerío de hierbas,
la cabellera al aire de la Idea; hibisco
de fuego que introduce su enloquecido estambre
en la curva perfecta de un daimon imposible.

Yo no busco tu cuerpo traspasado de saetas
en el dulce y amargo combate del amor
que cuanto más fulgura más hiere, ni tu ser
de Centauro y Minerva, tierra y aire a mitad,
sino el pulso instintivo de tu daga o pincel
que eterniza un suspiro sacrificando su oro.

Luz-iris de Eros suave, sobre silentes labios.
Mancebo de marfil palidece el paisaje.
La materia hecha nube aproxima los mundos.

Al sentir en su torso el apremio de Céfiro,
fastuosa y virginal Flora enciende el vacío.
En los ojos de Venus, Amor azul. Mercurio
calza sus alas puras para beberse el éter.
La Belleza en tres voces aquilata manzanas.

II

A muerte, en el retablo, seduce el níveo virgen.
El pincel insistiendo en cabellera intonsa,
barnizando muy lento la azucena del sexo,
labrando los diamantes de la esperma primera.

Inocente verdugo de los idólatras
poseídos del filtro del color y la línea,
sueñas en la aparente laxitud de tu lucha
bajo el hermoso pie de la Victoria-Idea.

Si una granada cede su rubor a un dios niño,
no es su pulpa edén, sino la tierra entera.
El Carro de las Hora arrasará los labios,
pero el sabor del beso late infinitamente.

El tirso es lo fugaz; la columna, lo eterno.
Liturgia de los sueños para vencer la Sierpe.

Indefensas beldades por el tiempo cuarteadas
espejean el futuro. En él, ver reflejado
las muletas que arrastran la vejez de su artífice.

Ya no miras el mundo, que es falso. Haces que nazca
en el postrer instante un dios del lienzo. Todo
se ha cumplido. Y asciendes en un abrazo de ángeles.

Pedro Gandía.

Pintura: Autorretrato de Sandro Botticelli (detalle de "La adoración de los Magos"), Galería de los Uffizi, Florencia.

"SACRO Y PROFANO", Pedro Gandía

Ni Donatello ni Luca della Robbia
supieron definir su perfección.
Y, en la Città dei Fiori, en vano dulces
arias sagradas, mármoles danzantes,
intentan reflejar sus claras líneas.

También tu vida, tras esa luz pura
que mana de su carne, incendia el mundo
y justifica su extinción.

Azucenas vidriadas,
la materia ideal.

Pedro Gandía.

Pintura: "La Plaza de la Señoría de Florencia" (s. XVIII), Giuseppe Zocchi.


lunes, 14 de octubre de 2013

"LA MURALLA", Nicolás Guillén

Para hacer esta muralla,
tráiganme todas las manos:
Los negros, su manos negras,
los blancos, sus blancas manos.
Ay,
una muralla que vaya
desde la playa hasta el monte,
desde el monte hasta la playa, bien,
allá sobre el horizonte.

—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—Una rosa y un clavel...
—¡Abre la muralla!
—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—El sable del coronel...
—¡Cierra la muralla!
—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—La paloma y el laurel...
—¡Abre la muralla!
—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—El alacrán y el ciempiés...
—¡Cierra la muralla!

Al corazón del amigo,
abre la muralla;
al veneno y al puñal,
cierra la muralla;
al mirto y la yerbabuena,
abre la muralla;
al diente de la serpiente,
cierra la muralla;
al ruiseñor en la flor,
abre la muralla...

Alcemos una muralla
juntando todas las manos;
los negros, sus manos negras,
los blancos, sus blancas manos.
Una muralla que vaya
desde la playa hasta el monte,
desde el monte hasta la playa, bien,
allá sobre el horizonte...

Nicolás Guillén.

Pintura: "Una caravana árabe fuera de la ciudad amurallada", Jean León Gérôme.