No celebro mi cumpleaños
porque todos los días cumplo un año más
—y no es cuestión de soplar velitas a diario—,
ni celebro el día de la mujer trabajadora
porque todos los días —incluso los festivos—
he de trabajar, aunque sea oficiando
de Cenicienta en mi “hogar dulce hogar”.
Tampoco celebro
el día del hambre en el mundo,
pues quien no come ese día,
suele sentir el mismo hueco en el estómago
el resto del tiempo.
Las celebraciones
son como las mancuernas
que vigorizan los bíceps:
ejercitan nuestra memoria
para que demostremos el noble civismo
adquirido durante
esa edad en la que el aire huele a arco iris
y a caramelos de menta,
y depositemos algo de calderilla
en la hucha del postulante que nos aborde
en cualquier acera;
ejercitan nuestra memoria
para que recalemos
en unos grandes almacenes
en busca de un regalo
primorosamente empaquetado,
o para que elaboremos un pastel al uso.
Y mejor
que no nos rebelemos contra la gravedad,
que no intentemos exhibir
el plumaje de águila
en majestuoso planeo,
y las tengamos en cuenta, porque si no,
serán la balanza con que se pesen
nuestros apegos.
(Mayte Llera, Dalianegra)
Pintura: “Julaftonen” (1904), Carl Larsson, Nationalmuseum, Stockholm