El rojo era tu color.
Y si no había rojo, entonces blanco. Pero
Tú siempre te rodeabas de rojo.
Rojo sangre. ¿Era eso: sangre?
¿Rojo ocre, para acalorar a los muertos?
Hematites para inmortalizar
Las preciosas reliquias, los preciados huesos de la familia.
Y si no había rojo, entonces blanco. Pero
Tú siempre te rodeabas de rojo.
Rojo sangre. ¿Era eso: sangre?
¿Rojo ocre, para acalorar a los muertos?
Hematites para inmortalizar
Las preciosas reliquias, los preciados huesos de la familia.
Cuando por fin te saliste con la tuya,
Nuestro cuarto fue rojo. Una sala de juicio.
Un joyero cerrado. La alfombra de sangre
Decorada con manchas solares, coágulos.
Las cortinas de pana –sangre rubí,
Cataratas de pura sangre resplandeciente, cayendo a plomo desde el techo.
También los cojines. Y también
El asiento pegado a la ventana, de un carmín crudo.
Una celda palpitante. Un altar azteca –un templo.
Tan sólo las estanterías se libraron, acogiéndose al blanco.
Y afuera, tras la ventana,
Amapolas finas, frágiles y arrugadas
Como la piel en carne viva,
Salvias, de las que tu padre sacó tu nombre,
Como la sangre manando de un tajo,
Y rosas, las últimas gotas del corazón,
Catastróficas, arteriales, condenadas.
Tu amplia, larga falda de terciopelo, una venda de sangre,
Un profuso río de borgoña.
Tus labios bañados de oscuro carmesí.
Tú te regocijabas en el rojo,
Pero a mí me resultaba crudo –como los bordes crepitantes
De una herida cicatrizando bajo una gasa. Yo podía tocar
La vena abierta en ella, su brillo encostrado.
Todo cuanto pintabas, pintabas de blanco
Lo salpicabas luego de rosas, lo derrotabas,
Reclinada sobre ello, pingando rosas,
Llorando rosas y más rosas,
Y a veces, entre ellas, un pequeño pájaro azul.
El azul te sentaba mejor. El azul te daba alas.
Las sedas azules del martín pescador de San Francisco
Envolvieron tu preñez
Con caricias de crisol.
El azul era tu espíritu benéfico –no un demonio
Electrificado, sino un guardián solícito.
En el pozo del rojo
Te escondiste de la blancura ósea de la clínica.
Pero la joya que perdiste era azul.
Nuestro cuarto fue rojo. Una sala de juicio.
Un joyero cerrado. La alfombra de sangre
Decorada con manchas solares, coágulos.
Las cortinas de pana –sangre rubí,
Cataratas de pura sangre resplandeciente, cayendo a plomo desde el techo.
También los cojines. Y también
El asiento pegado a la ventana, de un carmín crudo.
Una celda palpitante. Un altar azteca –un templo.
Tan sólo las estanterías se libraron, acogiéndose al blanco.
Y afuera, tras la ventana,
Amapolas finas, frágiles y arrugadas
Como la piel en carne viva,
Salvias, de las que tu padre sacó tu nombre,
Como la sangre manando de un tajo,
Y rosas, las últimas gotas del corazón,
Catastróficas, arteriales, condenadas.
Tu amplia, larga falda de terciopelo, una venda de sangre,
Un profuso río de borgoña.
Tus labios bañados de oscuro carmesí.
Tú te regocijabas en el rojo,
Pero a mí me resultaba crudo –como los bordes crepitantes
De una herida cicatrizando bajo una gasa. Yo podía tocar
La vena abierta en ella, su brillo encostrado.
Todo cuanto pintabas, pintabas de blanco
Lo salpicabas luego de rosas, lo derrotabas,
Reclinada sobre ello, pingando rosas,
Llorando rosas y más rosas,
Y a veces, entre ellas, un pequeño pájaro azul.
El azul te sentaba mejor. El azul te daba alas.
Las sedas azules del martín pescador de San Francisco
Envolvieron tu preñez
Con caricias de crisol.
El azul era tu espíritu benéfico –no un demonio
Electrificado, sino un guardián solícito.
En el pozo del rojo
Te escondiste de la blancura ósea de la clínica.
Pero la joya que perdiste era azul.
Ted Hughes.
Pintura de Chris Dellorco.