Con cierta frecuencia escribimos
su nombre con saliva,
su nombre siempre cercano,
tan familiar como un latido
y a la vez
tan ajeno como un confín remoto.
Sabemos de ella
por propios y extraños,
sabemos, también,
de su infame capacidad para la réplica.
Es mar y atmósfera,
la costa de nuestra isla.
Algunas veces
la notamos pegada a la piel
y nos lacera cuando
quienes caen
—bajo su siniestra y terca alquimia—
son aquellos que nos donaron el aliento
o aquellos a quienes aliento concedimos.
Pero en ningún caso,
nunca, nunca, creemos
que se abrirá paso entre las multitudes
y nos señalará
con su dedo huesudo y franco
—en un día en que la ceniza
nublará soles y reliquias—,
dispersando la tropa de marañones
que nos escuda,
hincándonos el agudo filo de su quijada
y cerniendo sobre nosotros
su plumaje totémico
negro como la noche
y, como la noche cósmica,
eterno.
En ningún caso,
nunca, nunca, creemos
que nos llegará ella.
Ella, que es nuestra legítima
y única patria.
(Mayte Llera, Dalianegra)
Pintura de Aaron Nagel