En la nimbada cumbre del monte Erice,
hincada de hinojos entre floridos brezos,
rogué a la más temible de las diosas del amor
que no afligiese mi corazón con el veneno de la pasión,
mas la inflexible deidad desatendió mis súplicas
y atravesaron mi pecho venablos y saetas,
desplegaron sus alas las ponzoñosas libélulas
y hasta las mariposas, de ágil y etéreo vuelo,
vertieron sobre mis labios pócimas tan deletéreas como deleitosas.
¡Ay de mí, que de amar sucumbo,
contaminada por el flujo incesante de tales filtros amatorios!
¡Ay de mí! ¿Qué hechicera, qué nigromante, elaboró tan letal brebaje?
Ni Circe, ni Medea, ni mortal alguna, podrían igualar tales efectos.
Pues solo percibir el eco de su risa,
esa álgida cascada que me arrebata el alma,
que trueca mis sentidos en columna torsa,
solo escuchar el silencio de su mirada,
esa insondable sima donde se arroja mi espíritu
precipitándose al vacío desde el trapecio del infinito,
solo compartir con él la insignificante fracción de un segundo,
y retoña en mí la felicidad absoluta.
(Mayte Dalianegra)
Pintura: "El Nacimiento de Venus", 1879, William Adolphe Bouguereau. Museo de Orsay, París