La sequía es una cobra nauseabunda,
y cuando ansías su piedad,
ella te mira
con sus verdosos ojos de aguamarina,
más gélidos que los cubitos de tu nevera,
y te percatas, entonces
-—porque hasta ese momento
le rendías la pleitesía que le rinde
un ignorante o un cándido—
de que, a partir de ese instante,
te mirará por encima del hombro,
con soberbia, con arrogancia,
y entenderás que si hasta ahora
el agua manaba dulce y mansa
de los grifos de tu hogar,
desde esa misma ocasión,
será indiferente que telefonees o no, de forma reiterada,
a cuanta compañía diga hacerse cargo del servicio,
pues todo acto en ese sentido resultará infructuoso.
Porque la sequía ha llegado a tu casa
y no solo a ella,
también ha llegado a tu vida, a tu corazón,
otrora regado de deleitables humedades,
y notarás, ¡oh, pobre ingenuo!
cómo los surtidores de tu jardín se han atascado
y ya las aguas, incluso las residuales,
se niegan a salir por las espitas.
Tendrás que habituarte a vivir entre las dunas,
a pisar las ardientes arenas
y a sufrir sed desde el orto solar hasta la aurora,
porque el río que colmataba de amistad
tu menesterosa vida, se está secando
y en su lecho queda, tan solo,
un yermo páramo baldío.
(Mayte Dalianegra)
Pintura: “Prayer in the desert” (“Oración en el desierto”), Jean Léon Gérôme